Por Rogelio Manuel Díaz Moreno
En una época cortejé a cierta mujer, maravillosa. Le enseñé, todo orgullo, un libro que me habían publicado.
–Es grandioso– me comentó. –Ya tenías un hijo y, ahora, un libro. Te falta solo sembrar el árbol.
–Aguarda ahí– me defendí. –Yo he sembrado montones de árboles. En la escuela primaria llevé montones de bolsitas de esas con semillas; en la secundaria; en el preuniversitario. Y fui a las escuelas al campo aquellas, y en el servicio militar, y donde quiera lo mandaban a uno a sembrar matas.
–Pero eso no cuenta– me replicó. –No lo hacías porque te naciera, porque brotara de tu conciencia o de una voluntad ecológicamente preocupada. Lo hacías porque te ordenaban.
Me quedé pensativo y le di la razón. Aunque hubiera sembrado mil árboles de la anterior manera, me faltaba verdaderamente quererlo, sentirlo. ¿Pero cómo proceder? En mi patio no cabe una mata más. ¿Llevo una postura a otro lado? ¿A dónde, de qué tipo, en qué época del año?
Hasta que me di cuenta. Cuando tengo una situación difícil, me enseñaron, aprovecha a tus buen@s amig@s. Pide ayuda.
Je je, yo tengo unos amig@s magnífic@s. Enseguida me di cuenta de a quiénes acudir.
Y que me vengan a decir que una siembra así tampoco vale como conciencia ecológica, porque todo era para impresionar a una muchacha. Que ya verán lo que les responderé.
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