Por Pedro Manuel González Reinoso
Árbol-emblema cuasi milenario que La Gran Canaria preserva, perseverante.
Hermanas de aquel –desde la real palma cubana, la mítica ceiba, la inefable siguaraya o hasta la fresca yagruma–, el drago es señor adorado por nuestros ancestros/inmigrantes canarios que llegaron con su estirpe a Cuba asentando tradiciones. Entre otras, la de la imprescindible forestación.
Algunas que ver con el respeto a la biodiversidad que en años de existir vieroncrecerse un legado paciente y fructífero. Otras, con el efecto utilitario, comercial y, en consecuencia, devastadordel sano ejercicio de la virtud, se insertaron en crisoles plurinacionales donde se templaron las agro-(de)generaciones.
El drago (Dracaena draco) peculiar de aquellas islas, fue famosísimo desde la antigüedad, debiendo tal celebridad a la resina apodada como “sangre de dragón”, por fluir abundante en grumos incoloros que al condensarse se tornan rojo intenso. Blandos en un principio, luego de secos y triturables sin sabor ni olor, excepto cuando se queman, expiden una fragancia semejante al balsámico estoraque líquido. Confundible acaso con el ámbar.
Se emplea desde siempre en preparados medicinales y en la fabricación de tintes y barnices.
De su madera esponjosa y liviana, construían tambores y rodelas los primitivos isleños.
Este magnífico ejemplar, custodiado en un templo parroquial de Gáldar, ciudad situada a 30 Km de Las Palmas, espatrimonio de la alcaldía que lo ha convertido en rareza museable, porque fue plantado en 1718.
Las numerosas cicatrices sobre su tronco dan idea de tan vetusta utilidad y la empecinada presencia del sempiterno verdor.
En fecha cercana; 1913, grabado a sangre (y fuego) sobre una de sus ramas, se deja al visitante, con grácil figuración de mujer, el testimonio de alguna vívida pasión.
Y acompaña a la letra del poeta –con ardoroso cántico– la universal aspiración de libertad que nos legaron.
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