Dmitri Prieto Samsónov
Lo vivo en la capital cubana no somos sólo la especie Homo sapiens y quienes en ese sitio comparten nuestra biósfera: perros callejeros con credenciales en el cuello, palomas franciscanas, pelícanos que se deslizan a ras de las aguas de la Bahía de Habaguanex, o árboles jóvenes y milenarios, o enredaderas que penden de sus balcones erosionados. Lo vivo es también el hábito social que la hace habitable: hábito quizás humano, demasiado humano, pero que mantiene el sentido de vivir la Ciudad.
Desde que se escribió el Poema de Gilgamesh en aquel olvidado idioma sumerio, lo urbano se alza en privilegio culto por sobre “el campo” o la naturaleza “virgen” que le circunda. Pero los niños siguen pintando casitas en el campo y ríos entre montañas cuando se les pide que hagan un dibujo de tema libre. De algún modo, lo libre sigue en las mentes infantiles adyacente a lo silvestre, a algo así como huir de la jungla de hormigón y mampostería, hacia lo verde.
Y entonces, quienes vivimos la Ciudad la hacemos vivible no sólo poblándola de árboles y animales, sino también al habituarnos a convivir el ella con el sentido de la vida.
Un sentido mínimo y cotidiano es el del que hablo, no los sublimes sentidos de poetas, religiosos y filósofas. El sentido de una taza de café antes o después de la jornada de trabajo, de sentarse en el banco de un parque bajo un árbol, de ver a lo lejos el mar con sus olas y pelícanos, de observar las nubes mientras el sol se pone.
Pero es un sentido que se extingue: La Habana histórica se va haciendo inhabitable para esos sentidos, y se van, se evaporan, cual memorias de un anciano moribundo, cual sueños de un adolescente que quiere ser astrónomo mientras el papá le dice “hay que luchar”, cual hadas en la imaginación de una niña a la que le regalaron un tablet.
Antes, solía yo bajar al final del día con un colega hasta el Café Habana, para tomarnos unos cafés y hablar de la vida. Hoy ya no podemos hablar así ni de la vida ni de lo otro: el mentado café vende su café en fulas.
A la nueva burguesía “cuentapropista” no le interesa crear espacios donde la gente pueda socializar a precios pagables por quienes cobramos poco: el precariado. La nueva burguesía se regodea con sueños transnacionales de marcas “fashion”, y gracias a decisiones de gobierno es capaz de implementarlos, y llenar de ellos nuestra Ciudad. Y los del gobierno hacen lo mismo.
Se acabó el café de la tarde, como se cerraron con rejas y candados muchos parques con árboles dentro, dizque para cuidar los árboles: ¿cuidarlos de quiénes, si los principales depredadores son las brigadas de poda? Ya no hay banquitos para sentarse y mirar las nubes: lo poco de verde que queda está contaminado de wifi.
Sólo permanece viva la Ciudad que conserva la equidad entre sus murallas, aunque estas sean virtuales, la ciudad que es transparente con su gente y es hogar para quienes la viven y no basurero, la ciudad que no tiene el gran parásito del Autoritarismo posado en sus plazas. O, si el parásito está, quizás le brinda auxilio en sus casas a quienes le huyen. Esa es la ciudad transparente que deseo. El destino de la otra me recuerda a Roma, por allá por el año 476. (fin de la Edad Antigua e inicio de la Edad Media).
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